lunes, abril 17, 2006

RETOMAR EL PASO.

Como hemos estado unpoco relajados, ahora van dos capítulos, además porque están tan conectados que no sería bueno dejarlos con las dudas hasta la próxima semana. Espero sus comentarios de aquí al Viernes.

IV
CULTURA Y VIDA

Hemos visto cómo el problema de la verdad dividía a los hombres de las generaciones anteriores a la nuestra en dos tendencias antagónicas: relativismo y racionalismo. Cada una de ellas renuncia a lo que la otra retiene. El racionalismo se queda con la verdad y abandona la vida. El relativismo prefiere la movilidad de la existencia a la quieta e inmutable verdad. Nosotros no podemos alojar nuestro espíritu en ninguna de las dos opciones: cuando lo ensayamos parece que sufrimos una mutilación. Vemos con plena claridad lo que hay de plausible en una y otra, a la par que advertimos sus complementarias insuficiencias. El hecho de que en otro tiempo pudieran los hombres mejores acomodarse plácidamente, según su temperamento, en cualquiera de ellas, indica que poseían una sensibilidad distinta de la nuestra. Somos de una época en la medida en que nos sentimos capaces de aceptar su dilema y combatir desde uno de los bordes en la trinchera que éste ha tajado. Porque vivir es, en un esencial sentido que luego nos saldrá al paso, alistamiento bajo banderas y disposición al combate. Vivere milatare est, decía Séneca, haciendo un noble gesto de legionario. Lo que no se puede pedir es que tomemos partido en una lid que dentro de nosotros hallamos resuelta. Cada generación ha de ser lo que los hebreos llamaban Neftalí, que quiere decir: "Yo he combatido mis combates".
Para nosotros, la vieja discordia está resuelta desde luego; no entendemos cómo puede hablarse de una vida humana a quien se ha amputado el órgano de la verdad, ni de una verdad que para existir necesita previamente desalojar la influencia vital.
El problema de la verdad, a que someramente he aludido, es sólo un ejemplo. Lo mismo que con él, acontece con la norma moral y jurídica que pretende regir nuestra voluntad, como la verdad nuestro pensamiento. El bien y la justicia, si son los que pretenden, habrán de ser únicos. Una justicia que sólo para un tiempo o una raza sea justa, aniquila su sentido. También hay un relativismo y un racionalismo en ética y en derecho. También los hay en arte y en religión. Es decir, que el problema de la verdad se generaliza a todos aquellos órdenes que resumimos en el vocablo de "cultura".
Bajo este nuevo nombre, la cuestión pierde un poco de su aspecto técnico y se aproxima más a los nervios humanos. Tomémosla, pues, aquí y procuremos plantearla con todo rigor, con todo su agudo dramatismo. El pensamiento es una función vital, como la digestión o la circulación de la sangre. Que estas últimas consistan en procesos especiales, corpóreos, y aquella no, es una diferencia nada importante para nuestro tema. Cuando el biólogo del siglo XIX se niega a considerar como fenómenos vitales los que no tienen carácter somático, parte de un prejuicio incompatible con un riguroso positivismo. El médico que asiste al enfermo no encuentra menos inmediatamente ante sí el fenómeno del pensamiento que de la respiración. Un juicio es una porciúncula de nuestra vida; una volición, lo mismo. Son emanaciones o momentos de un pequeño orbe centrado en sí mismo: el individuo orgánico. Pienso lo que pienso, como trasformo los alimentos o bate la sangre mi corazón. En los tres casos se trata de necesidades vitales. Entender un fenómeno biológico es mostrar su necesidad para la perduración del individuo, o, lo que es lo mismo, descubrir su utilidad vital. En mí, como individuo orgánico, encuentra, pues, mi pensamiento su causa y justificación: es un instrumento para mi vida, órgano de ella, que regula y gobierna[1].
Mas por otra parte, pensar es poner ante nuestra individualidad las cosas según ellas son. El hecho de que por veces erramos, no hace sino confirmar el carácter verídico del pensamiento. Llamamos error a un pensamiento fracasado, a un pensamiento que no lo es propiamente. Su misión es reflejar el mundo de las cosas, acomodarse a ellas de uno u otro modo; en suma, pensar es pensar la verdad, como digerir es asimilar los manjares. El error no anula la verdad del pensamiento, como la indigestión no suprime el hecho del proceso mismo asimilatorio normal.
Tiene, pues, el hecho del pensamiento doble faz: por un lado nace como necesidad vital del individuo y está regido por la ley de la utilidad subjetiva; por otro lado consiste precisamente en una adecuación a las cosas y le impera le ley objetiva de la verdad.
Lo propio acontece con nuestras voliciones. El acto de la voluntad se dispara del centro mismo del sujeto. Es una emanación enérgica, un ímpetu que asciende de las profundidades orgánicas. El querer, en sentido estricto, es siempre un querer hacer algo. El amor a una cosa, el mero deseo de que algo sea, interviene, sin duda, en la preparación del acto voluntario, pero no son este mismo. Queremos propiamente cuando, además de desear que las cosas sean de una cierta manera, decidimos realizar nuestro deseo, ejecutar actos eficaces que modifiquen la realidad. En las voliciones se manifiesta preclaramente el pulso vital del individuo. Por medio de ellas satisface, corrige, amplía sus necesidades orgánicas.
Pero analícese un acto de voluntad donde aparezca claro el carácter de ésta. Por ejemplo, el caso en que, después de vacilaciones y titubeos, a través de una dramática deliberación, nos decidimos, por fin, a hacer algo y reprimimos otras posibles resoluciones. Entonces notamos que nuestra decisión ha nacido de que, entre los propósitos concurrentes, uno nos ha parecido el mejor. De suerte que todo querer es constitutivamente un querer hacer lo mejor que en cada situación puede hacerse, una aceptación de la norma objetiva del bien. Unos pensarán que esta norma objetiva de la voluntad, este bien sumo, es el servicio de Dios, otros supondrán que lo óptimo consiste en un cuidadoso egoísmo o, por el contrario, en el máximo beneficio del mayor número de semejantes. Pero, con uno u otro contenido, cuando se quiere algo, se quiere por creerlo lo mejor, y solo estamos satisfechos con nosotros mismos, sólo hemos querido plenamente y sin reservas, cuando nos parece habernos adaptado a una norma de la voluntad que existe independientemente de nosotros, más allá de nuestra individualidad.
Este doble carácter que hallamos en los fenómenos intelectuales y voluntarios se encuentra con pareja evidencia en el sentimiento estético o en la emoción religiosa. Es decir, que existe toda una serie de fenómenos vitales dotados de doble dinamicidad, de un extraño dualismo. Por una parte, son producto espontáneo del sujeto viviente y tienen su causa y su régimen dentro del individuo orgánico, por otra, llevan en sí mismos la necesidad de someterse a un régimen o ley objetivos. Y ambas instancias -nótese bien- se necesitan mutuamente. No puedo pensar con utilidad para mis fines biológicos si no pienso la verdad. Un pensamiento que normalmente nos presentase un mundo divergente del verdadero nos llevaría a constantes errores prácticos, y, en consecuencia, la vida humana habría desaparecido. En la función intelectual, pues, no logro acomodarme a mí, serme útil, si no me acomodo a lo que no soy yo, a las cosas en torno mío, al mundo transorgánico, a lo que trasciende de mí. Pero también viceversa: la verdad no existe si no la piensa el sujeto, si no nace en nuestro ser orgánico el acto mental con su faceta ineludible de convicción íntima. Para ser verdadero pensamiento, necesita coincidir con las cosas, con lo trascendente de mí; mas, al propio tiempo, para que ese pensamiento exista, tengo yo que pensarlo, tengo que adherir a su verdad, alojarlo íntimamente en mi vida, hacerlo inmanente al pequeño orbe biológico que yo soy.
Simmel, que ha visto en este problema con mayor agudeza que nadie, insiste muy justamente en ese carácter extraño de fenómeno vital humano. la vida del hombre -o conjunto de fenómenos que integran el individuo orgánico- tiene una dimensión trascendente en que, por decirlo así, sale de sí mismo y participa de algo que no es ella, que está más allá de ella. El pensamiento, la voluntad, el sentimiento estético, la emoción religiosa, constituyen esa dimensión. No se trata de que nosotros, al analizar, por ejemplo, el fenómeno intelectual, aceptemos la existencia de verdad que él pretende contener. Aunque nosotros como filósofos no la considerásemos justificada, el fenómeno del pensamiento lleva en sí, queramos o no, esa pretensión; más aún, no consiste en otra cosa que en esa pretensión. Y cuando el relativista se niega a admitir que el ser viviente pueda pensar la verdad, está él, como ser viviente, convencido de que es verdad esta su negación.
Aparte, pues, de toda teoría, reduciéndonos a los puros hechos, ateniéndonos al más riguroso positivismo -que los positivistas titulares no ejercitan nunca-, la vida humana se presenta como el fenómeno de que ciertas actividades inmanentes al organismo trascienden de él. La vida, dice Simmel, consiste precisamente en ser más que vida, en ella, lo inmanente es un trascender más allá de sí misma.
Ahora podemos dar su exacta significación al vocablo "cultura". Esas funciones vitales -por tanto, hechos subjetivos, intraorgánicos-, que cumplen leyes objetivas que en sí mismas llevan la condición de amoldarse a un régimen transvital, son la cultura. No se deje, pues, un vago contenido a este término. La cultura consiste en ciertas actividades biológicas, ni más ni menos biológicas que la digestión o locomoción. Se ha hablado mucho en el siglo XIX de la cultura como "vida espiritual" -sobre todo en Alemania. Las reflexiones que estamos haciendo nos permiten, afortunadamente, dar un sentido preciso a esa "vida espiritual", expresión mágica que los santones modernos pronuncian entre gesticulaciones de arrobo extático. Vida espiritual no es otra cosa que ese repertorio de funciones vitales cuyos productos o resultados tienen una consistencia transvital. Por ejemplo: entre los varios modos de comportarnos con el prójimo, nuestro sentimiento destaca uno donde encuentra la peculiar calidad llamada justicia. Esta capacidad de sentir, de pensar la justicia y de preferir lo justo a lo injusto, es, por lo pronto, una facultad de que el organismo está dotado para subvenir a su propia e interna conveniencia. Si subvenir a su propia e interna conveniencia. Si el sentimiento de la justicia fuera pernicioso al ser viviente, o, cuando menos, superfluo, habría significado tal carga biológica que la especie humana hubiera sucumbido. Nace, pues, la justicia como simple conveniencia vital y subjetiva; la sensibilidad jurídica, orgánicamente, no tiene por lo pronto, más ni menos valor que la secreción pancreática. Sin embargo, esa justicia, una vez que ha sido segregada por el sentimiento, adquiere un valor independiente. Va en la idea misma de lo justo, incluso la exigencia de que debe ser. Lo justo debe ser cumplido, aunque no le convenga a la vida. Justicia, verdad, rectitud moral y belleza, son cosas que valen por sí mismas, y no sólo en la medida en que son útiles a la vida. Consecuentemente, las funciones vitales en que esas cosas se producen, además de su valor de utilidad biológica, tienen un valor por sí. En cambio, el páncreas no tiene más importancia que la proveniente de su utilidad orgánica, y la secreción de tal sustancia es una función que acaba dentro de la vida misma. Aquel valer por sí mismas de la justicia y la verdad, esa suficiencia plenaria, que nos hacer preferirlas a la vida misma que las produce, es la cualidad que denominamos espiritualidad. En la ideología moderna, "espíritu" no significa algo así como "alma". Lo espiritual no es una sustancia incorpórea, no es una realidad. Es simplemente una cualidad que poseen ciertas cosas y otras no. Esta cualidad consiste en tener sentido, un valor propio. Los griegos llamarían a la espiritualidad de los modernos nus, pero no psique -alma. Pues bien, el sentimiento de lo justo, el conocimiento o pensar la verdad, la creación y goce artísticos tienen sentido en sí, valen por sí mismos, aunque se abstraigan de su utilidad para el ser viviente que ejercita tales funciones. Son, pues, vida espiritual o cultura. Las secreciones, la locomoción, la digestión, por el contrario, son vida infraespiritual, puramente biológica, sin ningún sentido ni valor fuera del organismo. A fin de entendernos, llamaremos a los fenómenos vitales, en cuanto no trascienden de lo biológico, "vida espontánea"[2].
No creo que el más escrupuloso beato de la cultura y de la "espiritualidad" eche de menos privilegio alguno en la anterior definición de estos términos. Sólo que yo he cuidado de subrayar en ellos una faceta que el "culturalista" procura hipócritamente borrar y deja en el olido. En efecto, cuando se oye hablar de "cultura", de "vida espiritual", no parece sino que se trata de otra vida distinta e incomunicante con la pobre y desdeñada vida "espontanea". Cualquiera diría que el pensamiento, el éxtasis religioso, el heroísmo moral pueden existir sin la humilde secreción pancreática, sin la circulación de la sangre y el sistema nervioso. El culturalista se embarca en el objetivo "espiritual" y corta las amarras con el sustantivo "vida" sensu stricto, olvidando que el objetivo no es más que una especificación del sustantivo y que sin éste, no hay aquél. Tal es el error fundamental del racionalismo en todas sus formas. Esta raison que pretende no ser una función vital entre las demás y no someterse a la mismas regulación orgánica que éstas, no existe; es una torpe abstracción y puramente ficticia.
No hay cultura sin vida, no hay espiritualidad sin vitalidad, en el sentido más terre a terre que se quiera dar a esta palabra. Lo espiritual no es menos vida ni más vida que lo no espiritual.


V
EL DOBLE IMPERATIVO

Lo que ocurre es que el fenómeno vital humano tiene dos caras -la biológica y la espiritual- y está sometido, por tanto, a dos poderes distintos que actúan sobre él, como dos polos de atracción antagónica. Así, la actividad intelectual gravita, de una parte, hacia el centro de la necesidad biológica; de otra, es requerida, imperada por el principio ultravital de las leyes lógicas. Parejamente, lo estético es, de un lado, deleite subjetivo; de otro, belleza. La belleza del cuadro no consiste en el hecho - indiferente para el cuadro- de que nos cause placer, sino que, al revés, nos parece un cuadro bello cuando sentimos que de él desciende suavemente sobre nosotros la exigencia de que nos complazcamos.
La nota esencial de la nueva sensibilidad es precisamente la decisión de no olvidar nunca y en ningún orden que las funciones espirituales o de cultura son también, y a la vez que eso, funciones biológicas. Por tanto, que la cultura no puede ser regida exclusivamente por sus leyes objetivas o transvitales, sino que, a la vez está sometida a las leyes de la vida. Nos gobiernan dos imperativos contrapuestos. El hombre, ser viviente, debe ser bueno -ordena uno de ellos, el imperativo cultural. Lo bueno tiene que ser humano, vivido: por tanto compatible con la vida y necesario a ella - dice el otro imperativo, el vital. Dando a ambas una expresión más genérica, llegaremos a este doble mandamiento: la vida debe ser culta, pero la cultura tiene que ser vital.
Se trata, pues, de dos instancias que mutuamente se regulan y corrigen. Cualquier desequilibrio en favor de una o de otra trae consigo, irremediablemente, una degeneración. La vida inculta es barbarie; la cultura desvitalizada es bizantinismo.
Hay un pensar esquemático, formalista, sin anuencia vital ni directa intuición: un utopismo cultural. Se cae en él siempre que se reciben sin previa revisión ciertos principios intelectuales, morales, políticos, estéticos o religiosos, y dándoles, desde luego, por buenos, se insiste en aceptar sus consecuencias. Nuestro tiempo padece gravemente de esta morbosa conducta. Las generaciones inventoras del positivismo y del racionalismo se plantearon con toda amplitud, como cosa de importancia vital para ellas, las cuestiones que esos sistemas agitan, y de esta enérgica colaboración íntima extrajeron sus principios de cultura. Del mismo modo, las ideas liberales y democráticas nacieron al vivo contacto con los problemas radicales de la sociedad. Hoy casi nadie obra así. La fauna característica del presente es el naturalista que jura por el positivismo, sin haberse tomado jamás el trabajo de replantearse el tema que aquel formula; es el demócrata que no se ha puesto nunca en cuestión la verdad del dogma democrático. De donde resulta la burlesca contradicción de que la cultura europea actual, al tiempo que pretende ser la única racional, la única fundada en razones, no es ya vivida, sentida por su racionalidad, sino que se la adopta místicamente. El personaje de Pío Baroja que cree en la democracia como se cree en la Virgen del Pilar es, junto con su precursor, el farmacéutico Homais, representante titular de la actualidad. El aparente predomino que han adquirido en el continente las fuerzas retrógradas no procede de que aporten principios superiores a los de sus contrarios, sino de que, al menos, se hallen libres de esa esencial contradicción y constitutiva hipocresía. El tradicionalista está de acuerdo consigo mismo. Cree en esas cosas místicas por motivos místicos. En todo momento puede aceptar el combate sin hallar dentro de sí vacilaciones ni reservas. En cambio, si alguien cree en el racionalismo como se cree en la Virgen del Pilar, quiere decir que ha dejado, en su fondo orgánico, de creer en el racionalismo. Por inercia mental, por hábito, por superstición -en definitiva, por tradicionalismo-, sigue adhiriendo a las viejas tesis racionales que, exentas ya de la razón creadora, se han anquilosado, hieratizado, bizantinizado. Los racionalistas de la hora presente perciben de una manera más o menos confusa que ya no tienen razón. Y no tanto porque les falte frente a sus adversarios como porque la han perdido dentro de sí mismos. Las doctrinas de libertad y democracia que defienden les parecen a ellos mismos insuficientes, y no encajan con la debida exactitud en su sensibilidad. Este dualismo interno les quita la elasticidad necesaria en la refriega medio derrotados por sí mismos.
En estas situaciones de extrema anomalía se hace presente la necesidad de completar los imperativos objetivos con los subjetivos. No basta, por ejemplo, que una idea científica o política parezca, por razones geométricas, verdadera para que debamos sustentarla. Es preciso que, además, suscite en nosotros una fe plenaria y sin reserva alguna. Cuando esto no ocurre, nuestro deber es distanciarnos de aquélla y modificarla cuanto sea necesario para que ajuste rigurosamente con nuestra orgánica existencia. Una moral geométricamente perfecta, pero que nos deja fríos, que no nos incita a la acción, es subjetivamente inmoral. El ideal ético no pude contentarse con ser él correctísimo: es preciso que acierte a excitar nuestra impetuosidad. Del mismo modo, es funesto que nos acostumbremos a reconocer como ejemplos de suma belleza obras de arte -por ejemplo, las clásicas-, que acaso son objetivamente muy valiosas, pero que no nos causan deleite.
Nuestras actividades necesitan, en consecuencia, ser regidas por una doble serie de imperativos, que podrían recibir los títulos siguientes:

I M P E R A T I V O / C U L T U R A L / V I T A L
Pensamiento / Verdad / Sinceridad
Voluntad / Bondad / Impetuosidad
Sentimiento / Belleza / Deleite

Durante la Edad, con mal acuerdo llamada "moderna", que se inicia en el Renacimiento y prosigue hasta nuestros días, ha dominado con creciente exclusivismo la tendencia unilateralmente culturista. Pero esta unilateralidad trae consigo una grave consecuencia. Si nos preocupamos tan sólo de ajustar nuestras convicciones a lo que la razón declara como verdad, corremos el riesgo de creer que creemos, de que nuestra convicción sea fingida por nuestro buen deseo. Con lo cual acontecerá que la cultura no se realiza en nosotros y queda como una superficie de ficción sobre la vida efectiva. En varia medida, pero con morbosa exacerbación durante el último siglo, éste ha sido el fenómeno característico de la historia europea moderna. Se creía que se creía en la cultura; pero, en rigor, se trataba de una gigantesca ficción colectiva de que el individuo no se daba cuenta, porque era fraguada en las bases mismas de su conciencia. Por un lado iban los principios, las frases y los gestos -a veces heroicos-: por otro, la realidad de la existencia, la vida de cada día y de cada hora[3]. El can't inglés, esa escandalosa dualidad entre lo que se cree hacer y lo que se hace en efecto, no es, como se ha sostenido, específicamente inglés, sino general a toda Europa. El oriental, habituado a no separar la cultura de la vida, por haber exigido siempre a aquélla que sea vital, ve en la conducta de Occidente una radical, omnímoda hipocresía, y no puede reprimir, al contacto con lo europeo, un sentimiento de desprecio.
No se habrá llegado a tal disposición entre las normas y su permanente cumplimiento si junto al imperativo de objetividad se nos hubiese predicado el de lealtad con nosotros mismos, que resume la serie de los imperativos vitales. Es menester que en todo momento estemos en claro sobre si, en efecto, creemos lo que presumimos creer; si, en efecto, el ideal ético que "oficialmente" aceptamos interesa e incita las energías profundas de nuestra personalidad. Con esta continua mise au point de nuestra situación íntima, habríamos ejecutado automáticamente una selección en la cultura, y hubiéranse eliminado todas aquellas formas de ella que son incompatibles con la vida, que son utópicas y conducen a la hipocresía. Por otra parte, la cultura no habría ido quedando cada más distante de la vitalidad que la engendra y, en su espectral lejanía, condenada al anquilosamiento. Así, en una de esas fases del drama histórico, en que el hombre necesita, para salvarse de circunstancias catastróficas, todos sus arrestos vitales, y muy especialmente los que nos nutridos y excitados por la fe en los valores trascendentales -esto es, en la cultura, en una hora como la que está atravesando Europa-, todo ha fallado. Y, sin embargo, coyunturas como la presente son la prueba experimental de las culturas. Ya que no la propia discreción, los hechos brutamente han impuesto a los europeos de pronto la obligación de ser leales consigo mismos, de decidir si creían de manera auténtica en lo que creían. Y han descubierto que no. A este descubrimiento han llamado "fracaso de la cultura". Claro es que no hay tal: lo que había fracasado mucho antes era la lealtad de los europeos consigo mismos: lo que había fracasado era su vitalidad.
La cultura nace del fondo viviente del sujeto y es, como he dicho con deliberada reiteración, vida sensu stricto, espontaneidad, "subjetividad". Poco a poco la ciencia, la ética, el arte, la fe religiosa, la norma jurídica se van desprendiendo del sujeto y adquiriendo consistencia propia, valor independiente, prestigio, autoridad. Llega un momento en que la vida misma que crea todo eso se inclina ante ello, se rinde ante su obra y se pone a su servicio. La cultura se objetivado, se ha contrapuesto a la subjetividad que la engendró. Ob-jeto, "obj-etum". "Gegenstand" significan eso: lo contra-puesto, lo que por sí mismo se afirma y opone al sujeto como su ley, su regla, su gobierno. En este punto celebra la cultura su sazón mejor. Pero esa contraposición a la vida, esa su distancia al sujeto tiene que mantenerse dentro de ciertos límites. La cultura sólo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo vital de los sujetos. Cuando esa transfusión se interrumpe, y la cultura se aleja, no tarda en secarse e hieratizarse. Tiene pues, la cultura una hora de nacimiento -su hora hierática. Hay una cultura -su hora lírica- y tiene una hora de anquilosamiento -germinal y una cultura ya hecha[4]. En las épocas de reforma, como la nuestra, es preciso desconfiar de la cultura ya hecha y fomentar la cultura emergente -o, lo que es lo mismo, quedan en suspenso los imperativos culturales y cobran inminencia los vitales. Contra cultura, lealtad, espontaneidad, vitalidad.

NOTA A PIE DE PÁGINA:
[1] Queda, pues, trascendido el sentido habitual de las palabras biología, individuo orgánico, etc.; al perder su adscripción exclusiva a lo somático, la ciencia de la vida, de que todos los demás dependen, incluso la lógica, y, claro está, la física y la biología tradicional o ciencia de los cuerpos organizados.
[2] Por tanto - y esta advertencia es capital -, las actividades espirituales son también primariamente vida espontánea. El concepto puro de la ciencia nace como una emanación espontánea del sujeto, lo mismo que la lágrima.
[3] Véase Fraseología y sinceridad (1927) en El Espectador.
[4] Es interesante asistir históricamente a este proceso y ver cómo lo que luego va a ser un principio puro de derecho, empieza por ser un uso mágico o una decantación legendaria, o el apetito particular de un grupo, o una conveniencia puramente material. Y lo mismo acontece con la ciencia, la moral o el arte. Habría que hacer una genealogía de la cultura. Nota del transcriptor: ¿No será lo mismo a lo que apuntaría, décadas después, el sobrevalorado Foucault con su "arqueología"?

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