domingo, abril 09, 2006

Capitulo III, por orden de mi maestro

III
RELATIVISMO Y RACIONALISMO
Late bajo todo lo dicho la suposición de que existe una íntima afinidad entre los sistemas científicos y las generaciones o épocas. ¿Quiere eso decir que la ciencia, y, especialmente, la filosofía, sea un conjunto de convicciones que sólo valen como verdad para un determinado tiempo? Si aceptamos de esta suerte el carácter transitorio de toda verdad, quedaremos enrolados en las huestes de la doctrina "relativista", que es una de las más típicas emanaciones del siglo XIX. Mientras hablamos de escapar a esta época, no haríamos sino reincidir en ella.

Esta cuestión de la verdad, en apariencia incidental y de carácter puramente técnico, va a a conducirnos en vía recta hasta la raíz misma del tema de nuestro tiempo.

Bajo el nombre "verdad" se oculta un problema sumamente dramático. La verdad, al reflejar adecuadamente lo que las cosas son, se obliga a ser una e invariable. Mas la vida humana, en su multiforme desarrollo, es decir, en la historia, ha cambiado constantemente de opinión, consagrando como "verdad" la que adoptaba en cada caso. ¿Cómo compaginar lo uno con lo otro? ¿Cómo avecindar la verdad, que es una e invariable, dentro de la vitalidad humana, que es, por esencia, mudadiza y varía de individuo a individuo, de raza a raza, de edad a edad? Si queremos atenernos a la historia viva y perseguir sus sugestivas ondulaciones, tenemos que renunciar a la idea de que la verdad se deja captar por el hombre. Cada individuo posee sus propias convicciones, más o menos duraderas, que son "para" él la verdad. En ellas enciende su hogar íntimo, que le mantiene cálido sobre el haz de la existencia. "La" verdad, pues, no existe: no hay más que verdades "relativas" a la condición de cada sujeto. Tal es la doctrina "relativista".

Pero esta renuncia a la verdad, tan gentilmente hecha por el relativismo, es más difícil de lo que parece a primera vista. Se pretende con ella conquistar una fina imparcialidad ante la muchedumbre de los fenómenos históricos; mas ¿a qué costa? En primer lugar, si no existe la verdad, no puede el relativismo tomarse a sí mismo en serio. En segundo lugar, la fe en la verdad es un hecho radical en la vida humana: si la amputamos, queda ésta convertida en lago ilusorio y absurdo. La amputación misma que ejecutamos carecerá de sentido y valor. El relativismo es, a la postre, escepticismo y el escepticismo, justificado como objeción a toda teoría, es una teoría suicida.

Inspira, sin duda, a la tendencia relativista un noble ensayo de respetar la admirable volubilidad propia a todo lo vital. Pero es un ensayo fracasado. Como decía Herbart, "todo buen principiante es un escéptico, pero todo escéptico es sólo un principiante".

Más hondamente fluye desde el Renacimiento por los senos del alma europea la tendencia antagónica: el racionalismo. Siguiendo un procedimiento inverso, el racionalismo, para salvar la verdad, renuncia a la vida. Se encuentran ambas tendencias en la situación que el dístico popular atribuye a los dos Papas, séptimo y noveno de su nombre:

Pío, per conservar la fede, perde la sede.

Pío, per conservar la sede, perde la fede.

Siendo la verdad, una absoluta e invariable, no puede ser atribuida a nuestras personas individuales, corruptibles y mudadizas. Habrá que suponer, más allá de las diferencias que entre los hombres existen, una especie de sujeto abstracto, común al europeo y al chino, al contemporáneo de Pericles y al caballero de Luis XIV. Descartes llamó a ese nuestro fondo común, exento de variaciones y peculiaridades individuales, la "razón", y Kant, "el ente racional"

Nótese bien la escisión ejecutada de nuestra persona. De un lado queda todo lo que vital y concretamente somos, nuestra realidad palpitante e histórica. De otro, ese núcleo racional, pero que, en cambio, no vive, espectro irreal que se desliza inmutable a través del tiempo ajeno a las vicisitudes que son síntomas de la vitalidad.

Pero no se comprende por qué razón no ha descubierto, desde luego, el universo de las verdades. ¿Cómo es que tarda tanto? ¿Cómo permite que la humanidad se entretenga milenariamente en sestear abrazada los más varios errores? ¿Cómo explicar la muchedumbre de opiniones y de gustos que, según las edades, las razas, los individuos, han dominado la historia? Desde el punto de vista de racionalismo, la historia, con sus incesantes peripecias, carece de sentido y es propiamente la historia de los estorbos puestos a la razón para manifestarse. El racionalismo es antihistórico. En el sistema de Descarte, padre del moderno racionalismo, la historia no tiene acomodo, o más bien, que situada en un lugar de castigo. "Todo lo que la razón concibe -dice en la Meditación cuarta-, lo concibe según es debido, y no es posible que yerre. ¿Dónde, pues, nacen mis errores? Nacen simplemente de que, siendo mi voluntad mas amplia, y más extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, a las cuales, siendo de suyo indiferente, se descarría con suma facilidad y escoge lo falso como verdadero y el mal por el bien: ésta es al causa de que me equivoque y peque".

De suerte que el error es un pecado de la voluntad, no un azar, y tal vez un sino de la inteligencia. Si no fuera por los pecados de la voluntad, ya el primer hombre habría descubierto todas las verdades que le son asequibles; no habría habido, por tanto, variedad de opiniones, de leyes, de costumbres: en suma, no habría habido historia. Pero como la ha habido, no tenemos más remedio que atribuirla al pecado. La historia sería sustancialmente la historia de los errores humanos. No cabe actitud más antihistórica, más antivital. Historia y vida quedan lastradas con un sentido negativo y saben a crimen.

El caso de Descartes es un ejemplo excepcional de lo que antes he dicho sobre la posible previsión del porvenir. También sus contemporáneos no vieron, por lo pronto, en su obra, sino una innovación de interés puramente científico. Descartes proponía la sustitución de unas doctrinas físicas y filosóficas por otras, y aquéllos se preocuparon tan sólo de decidir si estas nuevas doctrinas eran ciertas o erróneas. Lo propio acontece hoy con las teorías de Einstein. Pero si, abandonando un momento esa preocupación y dejando en suspenso la sentencia sobre la verdad o falsedad de los pensamientos cartesianos, se los hubiese mirado simplemente como síntoma inicial de una nueva sensibilidad, como manifestación germinativa de tiempo nuevo, se habría podido descubrir en ellos la silueta del futuro.

Pues, ¿cuál era, en última instancia, el pensamiento físico y filosófico de Descartes? Declarar dudosa y, por tanto, desdeñable toda idea o creencia que no hayan sido construidas por la "pura intelección". La pura intelección o razón no es otra cosa que nuestro entendimiento funcionando en el vacío, sin traba alguna, atenido a sí mismo y dirigido por sus propias normas internas. Por ejemplo, para la vista y la imaginación un punto es la mancha más pequeña que de hecho podemos percibir. Para la pura intelección, en cambio, sólo es punto lo que radical y absolutamente sea más pequeño, lo infinitesimalmente pequeño. La pura intelección, la "raison", sólo puede moverse entre superlativos absolutos. Cuando se pone a pensar en el punto no puede detenerse en ningún tamaño hasta llegar al extremo. Éste es el modo de pensar geométrico, el nos geometricus, de Spinoza: la "razón pura" de Kant.

El entusiasmo de Descartes por las construcciones de la razón le llevó a ejecutar una inversión completa de la perspectiva natural al hombre. El mundo inmediato y evidente que contemplan nuestros ojos, palpan nuestras manos, atienden nuestros oídos, se compone de cualidades: colores, resistencias, sones, etc. Ése es el mundo en que el hombre había vivido y vivirá siempre. Pero la razón no es capaz de manejar las cualidades. Un color no puede ser pensado, no puede ser definido. Tiene que ser visto, y si queremos hablar de él tenemos que atenernos a él. Dicho de otra manera: el color es irracional. En cambio, el número, aun el llamado por los matemáticos "irracional", coincide con la razón. Sin más que atenerse a sí misma, puede crear ésta el universo de las cantidades mediante conceptos de agudas y claras aristas.

Con heroica audacia, descartes decide que el verdadero mundo es el cuantitativo, el geométrico, el otro, el mundo cualitativo e inmediato, que nos rodea lleno de gracia y sugestión, queda descalificado y se le considera, en cierto modo, como ilusorio. Ciertamente que la ilusión está tan sólidamente fundada en nuestra naturaleza que no basta reconocerla para evitarla. El mundo de los colores y los sonidos nos sigue pareciendo tan real como antes de descubrir su tramoya.

Esta paradoja cartesiana sirve de cimiento a la física moderna. En ella hemos sido educados, y hoy nos cuesta trabajo advertir su gigantesca antinaturalidad y volver a poner los términos según antes de Descartes. Pero se comprende que una inversión tan completa de la perspectiva espontánea no fue en Descartes y en las generaciones siguientes un resultado imprevisto a que súbitamente se llega en vista de ciertas pruebas. Al contrario, se comienza por desear, más o menos confusamente, que las cosas sean de una cierta manera, y luego se buscan las pruebas para demostrar que las cosas son, en efecto, como nosotros deseábamos. Con esto no quiero, en materia alguna, decir que las pruebas sean ilusorias; es, simplemente, hacer constar que no son las pruebas quienes nos buscan y asaltan, sino nosotros los que vamos a buscarlas, movidos por varios afanes. Einstein fue un buen día sorprendido por la necesidad de reconocer que el mundo tiene cuatro dimensiones. Desde hace treinta años, muchos hombres de alma alerta veían postulando una física de cuatro dimensiones. Einstein al buscó premeditadamente, y, como no era un deseo imposible, la ha encontrado.

La física y la filosofía de Descartes fueron la primera manifestación de un estado de espíritu nuevo, que un siglo más tarde iba a extenderse por todas las formas de la vida y dominar en el salón, en el estrado, en la plazuela. Haciendo converger los rasgos de ese estado de espíritu se obtiene la sensibilidad específicamente "moderna". Suspicacia y desdén hacia todo lo espontáneo e inmediato. Entusiasmo por toda construcción racional. Al hombre cartesiano, "moderno", le será antipático el pasado, porque en él no se hicieron las cosas more geometrico. Así, las instituciones políticas tradicionales le parecen torpes e injustas. Frente a ellas cree haber descubierto un orden social definitivo, obtenido deductivamente por medio de la razón pura. Es una constitución esquemáticamente perfecta, donde se supone que los hombres son "entes racionales" y nada más. Admito este supuesto -"la razón pura" tiene que partir siempre de supuestos, como el ajedrez-, las consecuencias son ineludibles y exactas. El edificio de conceptos políticos, así elaborado, es de una "lógica" maravillosa, es decir, de un rigor intelectual insuperable. Ahora bien, el hombre cartesiano sólo tiene sensibilidad para esta virtud: la perfección intelectual pura. Para todo lo demás es sordo y ciego. Por eso, el pretérito y el presente no le merecen el menor respeto. Al contrario, desde el punto de vista racional, adquieren un aspecto criminoso. Urge, pues, aniquilar el pecado vigente y proceder a la instauración del orden social definitivo. El futuro ideal construido por el intelecto puro debe suplantar al pasado y al presente. Éste es el temperamento que lleva a la revoluciones. El racionalismo aplicado a la política es revolucionarismo, y, viceversa, no es revolucionaria una época si no es racionalista. No se puede ser revolucionario sino en la medida en que se es incapaz de sentir la historia, de percibir en el pasado y en el presente la otra especie de razón, que no es pura, sino vital.

La asamblea constituyente hace "solemne declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, a fin de que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo, pudiendo ser en cada instante comparados con el fin de toda institución política, sean más respetados, a fin de que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas en adelante sobre principios simples e indiscutibles", etc. Diríase que leemos una tratado de geometría. Los hombres de 1790 no se contentaban con legislar para ellos: no sólo decretaban la nulidad del pasado y del presente, sino que suprimían también la historia futura decretando cómo había de ser "toda" institución política. Hoy nos parece demasiado petulante esta actitud. Además, nos parece estrecha y ruda. El mundo se ha hecho a nuestros ojos más complejo y vasto. Empezamos a sospechar que la historia, la vida, ni puede ni 'debe' ser regida por principios como los libros matemáticos.

Es inconsecuente guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio. Bajo éste, no menos que con aquél, queda la vida supeditada a un régimen absoluto. Y esto es, precisamente, lo que no puede ser: ni el absolutismo racionalista -que salva la razón y nulifica la vida-, ni el relativismo, que salva la vida evaporando la razón.

La sensibilidad de la época que ahora comienza se caracteriza por su insumisión a ese dilema. No podemos satisfactoriamente instalarnos en ninguno de sus términos.

1 comentario:

Etznab 6 dijo...

GRACIAS, ERES UN TIPO CONFIABLE.
PERO NO HAGAS PARECER TODO ESTO UNA IMPOSICIÓN FATIGOSA.

AUNQUE SUENE PREPOTENTE, ES POR EL BIEN DE TODOS. INCLUSO EL TUYO. Y NO ES TAN ABURRIDO COMO LO HACES PARECER.

AL FINAL SÓLO QUEDARÁ UNO. Y LO MÁS PROBABLE ES QUE ME QUEDE SOLO.
JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA

 
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