Meditaciones del Quijote.
El héroe
La historia nos obliga ahora a volver sobre el asunto. Algo nos quedaba en el aire, vacilando entre la estancia de la venta y el retablo de maese Pedro. Este algo es nada menos que la voluntad de Don Quijote.
Podrán a este vecino nuestro quitarle la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible. Serán las aventuras vahos de un cerebro en fermentación, pero la voluntad de la aventura es real y verdadera. Ahora bien, la aventura es una dislocación del orden material, una irrealidad. En la voluntad de aventuras, en el esfuerzo y en el ánimo nos sale al camino una extraña naturaleza biforme. Sus dos elementos pertenecen a mundos contrarios: la querencia es real, pero lo querido es irreal.
Objeto semejante es ignoto en la épica. Los hombres de Homero pertenecen al mismo orbe que sus deseos, aquí tenemos, en cambio, un hombre que quiere reformar la realidad. Pero ¿no es él una porción de esa realidad? ¿No vive de ella, no es una consecuencia de ella? ¿Cómo hay modo de que lo que no es –el proyecto de una aventura- gobierne y componga la dura realidad? Tal vez no lo haya, pero es un hecho que existen hombres decididos a no contentarse con la realidad. Aspiran los tales a que las cosas lleven un curso distinto: se niegan a repetir los gestos que la costumbre, la tradición, en una palabra, los instintos biológicos les fuerzan a hacer. Estos hombres llamamos héroes. Porque ser héroe consiste en ser uno, uno mismo. Si nos resistimos a que la herencia, a que lo circundante nos impongan unas acciones determinadas es que buscamos asentar en nosotros, y sólo en nosotros, el origen de nuestros actos. Cuando el héroe quiere, no son los antepasados en él o los usos presentes quienes quieren, sino él mismo. Y este querer él ser él mismo es la heroicidad.
No creo que exista especie de originalidad más profunda que esta originalidad ‘práctica’, activa del héroe. Su vida es una perpetua resistencia a lo habitual y consueto. Cada movimiento que hace ha necesitado primero vencer a la costumbre e inventar una nueva manera de gesto. Una vida así es un perenne dolor, un constante desgarrarse de aquella parte de sí mismo rendida al hábito, prisionera de la materia.
Ahora bien, ante el hecho de la heroicidad –de la voluntad de aventura-, cabe tomar dos posiciones, o nos lanzamos con él hacia el dolor, por parecernos que la vida heroica tiene ‘sentido’, o damos a la realidad el leve empujón que a esta basta para aniquilar todo heroísmo, como se aniquila un sueño sacudiendo al que lo duerme. Antes he llamado a estas dos direcciones de nuestro interés, la recta o la oblicua.
La tragedia
Héroes es, decía, quien quiere ser él mismo. La raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad. Nada parecido en la épica. Por esto Don Quijote no es una figura épica, pero sí es un héroe. Aquiles hace la epopeya, el héroe la quiere. De modo que el sujeto trágico no es trágico, y por tanto, poético, en cuanto hombre de carne y hueso, sino sólo en cuanto que quiere. La voluntad –ese objeto paradoxal que empieza en la realidad y acaba en lo ideal, pues sólo se quiere lo que no es-, es el tema trágico, y una época para quien la voluntad no existe, una época determinista y darwiniana, por ejemplo, no puede interesarse en la tragedia.
Dejemos el drama griego y todas las teorías que, basando la tragedia en no sé qué fatalidad, creen que es la derrota, a la muerte del héroe quien le presta la calidad trágica.
No es necesaria la intervención de la fatalidad, y aunque suele ser vencido, no arranca el triunfo, si llega, al héroe su heroísmo. Oigamos el efecto que el drama produce al espectador villano. Si es sincero no dejará de confesarnos que en el fondo le parece un poco inverosímil. Veinte veces ha estado por levantarse de su asiento para aconsejar al protagonista que renuncie a su empeño, que abandone su posición. Porque el villano piensa muy juiciosamente que todas las cosas malas sobrevienen al héroe porque se obstina en tal o cual propósito. Desentendiéndose de él todo llegaría a buen arreglo, y como dicen al final de los cuentos los chinos, aludiendo a su nomadismo antiguo, podría asentarse y tener muchos hijos. No hay, pues, fatalidad, o más bien, lo que fatalmente acaece, acaece fatalmente porque el héroe ha dado lugar a ello. Las desdichas del Príncipe Constante eran fatales desde el punto en que decidió ser constante, pero no es él fatalmente constante.
Yo creo que las teorías clásicas padecen aquí un simple quid pro quo, y que conviene corregirlas aprovechando la impresión que el heroísmo produce en el alma del villano, incapaz de heroicidad. El villano desconoce aquel estrato de la vida en esta ejercita solamente actividades suntuarias, superfluas. Ignora el rebasar y el sobrar de la vitalidad. Vive atenido a lo necesario y lo que lo hace lo hace por fuerza. Obra siempre empujado; sus acciones son reacciones. No le cabe en la cabeza que alguien se meta en andanzas por lo que no le va ni le viene. Le parece un poco orate todo el que tenga la voluntad de la aventura, y se encuentra en la tragedia con un hombre forzado a sufrir las consecuencias de un empeño que nadie le fuerza a querer.
Lejos, pues de originarse en la fatalidad lo trágico, es esencial al héroe querer su trágico destino. Por eso, mirada la tragedia desde la vida vegetativa, tiene siempre un carácter ficticio. Todo el dolor nace de que el héroe se resiste a resignar un papel ‘ideal’, un ‘role’ imaginario que ha elegido. El actor en el drama, podrá decirse paradójicamente, representa un papel que es, a su vez, la representación de un papel, bien que en serio esta última. De todos modos la volición libérrima inicia y engendra el proceso trágico. Y este ‘querer’, creador de un nuevo ámbito de realidades que sólo por él son –el orden trágico-, es, naturalmente, una ficción para quien no haya más querer que el de la necesidad natural, la cual se contenta con sólo lo que es.
La comedia
La tragedia no se produce a ras de nuestro suelo; tenemos que elevarnos a ella. Somos asumptos a ella. Es irreal. Si queremos buscar en lo existente algo parecido hemos de levantar los ojos y posarlos en las cimas más altas de la historia.
Supone la tragedia en nuestro ánimo una predisposición hacia los grandes actos –de otra suerte nos parecerá una fanfarronada-. No se impone a nosotros con la evidencia y forzosidad del realismo, que hace comenzar la obra bajo nuestros mismos pies, y sin sentirlo, pasivamente, nos introduce en ella. En cierta manera el fruir de la tragedia pide de nosotros que la queramos también un poco, como el héroe quiere su destino. Viene, en consecuencia, a hacer presa en los síntomas de heroísmo atrofiado que existan en nosotros. Porque todos llevamos dentro como el muñón de un héroe.
Más una vez embarcados según el heroico rumbo, veremos que nos repercuten en lo hondo los fuertes movimientos y el ímpetu de ascensión que hinchen la tragedia. Sorprendidos hallaremos que somos capaces de vivir a una tensión formidable y que todo en torno nuestro aumenta sus proporciones, recibiendo una superior dignidad. La tragedia en el teatro nos abre los ojos para descubrir y estimar lo heroico en la realidad. Así Napoleón, que sabía algo de psicología, no quiso que durante su estancia en Frankfurt, ante aquel público de reyes vencidos, representaran comedias su compañía ambulante, y obligó a Talma a que produjera las figuras de Racine y de Corneille.
Mas en torno al héroe muñón que dentro conducimos, se agita una caterva de instintos plebeyos. En virtud de razones, sin duda suficientes, solemos abrigar una grande desconfianza hacia todo el que quiere hacer usos nuevos. No pedimos justificación al que no se afana en rebasar la línea vulgar, pero le exigimos perentoriamente al esforzado que intenta trascenderla. Pocas cosas odia tanto nuestro plebeyo interior como al ambicioso. Y el héroe, claro está que empieza por ser un ambicioso. La vulgaridad no nos irrita tanto como las pretensiones. De aquí que el héroe ande siempre a dos dedos de caer, no en la desgracia, que esto sería subir a ella, sino de caer en el ridículo. El aforismo: “de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”, formula este peligro que amenaza genuinamente al héroe. ¡Ay de él como no justifique con exuberancia de grandeza, con sobra de calidades, su pretensión de no ser como son los demás, ¡como son las cosas! El reformador, el que ensaya nuevo arte, nueva ciencia, nueva política, atraviesa, mientras vive, un medio hostil, corrosivo, que supone en él un fatuo, cuando no un mixtificador. Tiene en contra suya aquello por negar lo cual es él un héroe: la tradición, lo recibido, lo habitual, los usos de los padres, las costumbres nacionales, lo castizo, la inercia omnímoda, en fin. Todo esto, acumulado en centenario aluvión, forma una costra de siete estados a lo profundo. Y el héroe pretende que una idea, un corpúsculo menos que aéreo, súbitamente aparecido en su fantasía, haga explotar tan oneroso volumen. El instinto de inercia y de conservación no lo puede tolerar y se venga. Envía contra él al realismo y lo envuelve en una comedia.
Como el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es, tiene el personaje trágico medio cuerpo fuera de la realidad. Con tirarle de los pies y volverle a ella por completo, queda convertido en un carácter cómico. Difícilmente, a fuerza de fuerzas, se incorpora sobre la inercia real la noble ficción heroica: toda ella vive de aspiración. Su testimonio es el futuro. La vis comica se limita a acentuar la vertiente del héroe que da hacia la pura materialidad. Al través de la ficción, avanza la realidad, se impone a nuestra vista y reabsorbe el ‘rôle’ trágico[1]. El héroe hacía de éste su ser mismo, se fundía con él. La reabsorción por la realidad consiste en solidificar, materializar la intención aspirante sobre el cuerpo del héroe. De esta guisa vemos el ‘rôle’ como un disfraz ridículo, como una máscara bajo la cual se mueve una criatura vulgar.
El héroe anticipa el porvenir y a él apela. Sus ademanes tienen una significación utópica. Él no dice que sea, sino que quiere ser. Así la mujer feminista aspira a que un día las mujeres no necesiten ser mujeres feministas. Pero el cómico suplanta el ideal de las feministas por la mujer que hoy sustenta sobre su voluntad ese ideal. Congelado y retrotraído al presente lo que está hecho para vivir en una atmósfera futura, no acierta a realizar las más triviales funciones de la existencia. Y la gente ríe. Presencia la caída del pájaro ideal al volar sobre el aliento de un agua muerta. La gente ríe: por cada héroe que hiere, tritura a cien mixtificadores.
Vive, en consecuencia, la comedia sobre la tragedia, como la novela sobre la épica. Así nació históricamente en Grecia a modo de reacción contra los trágicos y los filósofos que querían introducir dioses nuevos y fabricar nuevas costumbres. En nombre de la tradición popular, de ‘nuestros padres’ y de los hábitos sacrosantos, Aristófanes produce en la escena las figuras actuales de Sócrates y Eurípides. Y lo que aquel puso en su filosofía y éste en sus versos, lo pone él en las personas de Sócrates y Eurípides.
La comedia es el género literario de los partidos conservadores.
De querer ser, a creer que se es ya, va la distancia de lo trágico a lo cómico. Este es el paso entre la sublimidad y la ridiculez. La transferencia del carácter heroico desde la voluntad a la percepción causa la involución de la tragedia, su desmoronamiento –su comedia. El espejismo aparece como tal espejismo.
Esto acontece con Don Quijote cuando, no contento con afirmar su voluntad de la aventura, se obstina en creerse aventurero. La novela inmortal está a pique de convertirse simplemente en comedia. Siempre va el canto de un duro, según hemos indicado, de la novela a la pura comedia.
La tragicomedia
El género novelesco es, sin duda, cómico. No digamos humorístico, porque bajo el manto del humorismo se esconden muchas vanidades. Por lo pronto se trata simplemente de aprovechar la significación poética que hay en la caída violenta del cuerpo trágico, vencido por la fuerza de inercia, por la realidad. Cuando se ha insistido sobre el realismo de la novela debiera haberse notado que en dicho realismo algo más que realidad se encerraba, algo que permitía a esta alcanzar un vigor de poetización que le es tan ajeno. Entonces se hubiera patentizado que no está en la realidad yacente lo poético del realismo, sino en la fuerza atractiva que ejerce sobre los aerolitos ideales.
La línea superior de la novela es una tragedia, de allí se descuelga la musa siguiendo a lo trágico en su caída. La línea trágica es inevitable, tiene que formar parte de la novela, siquiera sea como el perfil sutilísimo que la limita. Por esto yo creo que conviene atenerse al nombre buscado por Fernando de Rojas para su Celestina: tragicomedia. La novela es tragicomedia. Acaso en la Celestina hace crisis la evolución de este género, conquistando una madurez que permite en el Quijote la plena expansión.
[1] Cita Bergson un ejemplo curioso. La reina de Prusia entra en el cuarto donde está Napoleón. Llega furibunda, ululante y conminatoria. Napoleón se limita a rogarle que tome asiento. Sentada la reina, enmudece; el ‘rôle’ trágico no puede afirmarse en la postura burguesa propia de una visita y se abate sobre quien lo llevaba.
Podrán a este vecino nuestro quitarle la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible. Serán las aventuras vahos de un cerebro en fermentación, pero la voluntad de la aventura es real y verdadera. Ahora bien, la aventura es una dislocación del orden material, una irrealidad. En la voluntad de aventuras, en el esfuerzo y en el ánimo nos sale al camino una extraña naturaleza biforme. Sus dos elementos pertenecen a mundos contrarios: la querencia es real, pero lo querido es irreal.
Objeto semejante es ignoto en la épica. Los hombres de Homero pertenecen al mismo orbe que sus deseos, aquí tenemos, en cambio, un hombre que quiere reformar la realidad. Pero ¿no es él una porción de esa realidad? ¿No vive de ella, no es una consecuencia de ella? ¿Cómo hay modo de que lo que no es –el proyecto de una aventura- gobierne y componga la dura realidad? Tal vez no lo haya, pero es un hecho que existen hombres decididos a no contentarse con la realidad. Aspiran los tales a que las cosas lleven un curso distinto: se niegan a repetir los gestos que la costumbre, la tradición, en una palabra, los instintos biológicos les fuerzan a hacer. Estos hombres llamamos héroes. Porque ser héroe consiste en ser uno, uno mismo. Si nos resistimos a que la herencia, a que lo circundante nos impongan unas acciones determinadas es que buscamos asentar en nosotros, y sólo en nosotros, el origen de nuestros actos. Cuando el héroe quiere, no son los antepasados en él o los usos presentes quienes quieren, sino él mismo. Y este querer él ser él mismo es la heroicidad.
No creo que exista especie de originalidad más profunda que esta originalidad ‘práctica’, activa del héroe. Su vida es una perpetua resistencia a lo habitual y consueto. Cada movimiento que hace ha necesitado primero vencer a la costumbre e inventar una nueva manera de gesto. Una vida así es un perenne dolor, un constante desgarrarse de aquella parte de sí mismo rendida al hábito, prisionera de la materia.
Ahora bien, ante el hecho de la heroicidad –de la voluntad de aventura-, cabe tomar dos posiciones, o nos lanzamos con él hacia el dolor, por parecernos que la vida heroica tiene ‘sentido’, o damos a la realidad el leve empujón que a esta basta para aniquilar todo heroísmo, como se aniquila un sueño sacudiendo al que lo duerme. Antes he llamado a estas dos direcciones de nuestro interés, la recta o la oblicua.
La tragedia
Héroes es, decía, quien quiere ser él mismo. La raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad. Nada parecido en la épica. Por esto Don Quijote no es una figura épica, pero sí es un héroe. Aquiles hace la epopeya, el héroe la quiere. De modo que el sujeto trágico no es trágico, y por tanto, poético, en cuanto hombre de carne y hueso, sino sólo en cuanto que quiere. La voluntad –ese objeto paradoxal que empieza en la realidad y acaba en lo ideal, pues sólo se quiere lo que no es-, es el tema trágico, y una época para quien la voluntad no existe, una época determinista y darwiniana, por ejemplo, no puede interesarse en la tragedia.
Dejemos el drama griego y todas las teorías que, basando la tragedia en no sé qué fatalidad, creen que es la derrota, a la muerte del héroe quien le presta la calidad trágica.
No es necesaria la intervención de la fatalidad, y aunque suele ser vencido, no arranca el triunfo, si llega, al héroe su heroísmo. Oigamos el efecto que el drama produce al espectador villano. Si es sincero no dejará de confesarnos que en el fondo le parece un poco inverosímil. Veinte veces ha estado por levantarse de su asiento para aconsejar al protagonista que renuncie a su empeño, que abandone su posición. Porque el villano piensa muy juiciosamente que todas las cosas malas sobrevienen al héroe porque se obstina en tal o cual propósito. Desentendiéndose de él todo llegaría a buen arreglo, y como dicen al final de los cuentos los chinos, aludiendo a su nomadismo antiguo, podría asentarse y tener muchos hijos. No hay, pues, fatalidad, o más bien, lo que fatalmente acaece, acaece fatalmente porque el héroe ha dado lugar a ello. Las desdichas del Príncipe Constante eran fatales desde el punto en que decidió ser constante, pero no es él fatalmente constante.
Yo creo que las teorías clásicas padecen aquí un simple quid pro quo, y que conviene corregirlas aprovechando la impresión que el heroísmo produce en el alma del villano, incapaz de heroicidad. El villano desconoce aquel estrato de la vida en esta ejercita solamente actividades suntuarias, superfluas. Ignora el rebasar y el sobrar de la vitalidad. Vive atenido a lo necesario y lo que lo hace lo hace por fuerza. Obra siempre empujado; sus acciones son reacciones. No le cabe en la cabeza que alguien se meta en andanzas por lo que no le va ni le viene. Le parece un poco orate todo el que tenga la voluntad de la aventura, y se encuentra en la tragedia con un hombre forzado a sufrir las consecuencias de un empeño que nadie le fuerza a querer.
Lejos, pues de originarse en la fatalidad lo trágico, es esencial al héroe querer su trágico destino. Por eso, mirada la tragedia desde la vida vegetativa, tiene siempre un carácter ficticio. Todo el dolor nace de que el héroe se resiste a resignar un papel ‘ideal’, un ‘role’ imaginario que ha elegido. El actor en el drama, podrá decirse paradójicamente, representa un papel que es, a su vez, la representación de un papel, bien que en serio esta última. De todos modos la volición libérrima inicia y engendra el proceso trágico. Y este ‘querer’, creador de un nuevo ámbito de realidades que sólo por él son –el orden trágico-, es, naturalmente, una ficción para quien no haya más querer que el de la necesidad natural, la cual se contenta con sólo lo que es.
La comedia
La tragedia no se produce a ras de nuestro suelo; tenemos que elevarnos a ella. Somos asumptos a ella. Es irreal. Si queremos buscar en lo existente algo parecido hemos de levantar los ojos y posarlos en las cimas más altas de la historia.
Supone la tragedia en nuestro ánimo una predisposición hacia los grandes actos –de otra suerte nos parecerá una fanfarronada-. No se impone a nosotros con la evidencia y forzosidad del realismo, que hace comenzar la obra bajo nuestros mismos pies, y sin sentirlo, pasivamente, nos introduce en ella. En cierta manera el fruir de la tragedia pide de nosotros que la queramos también un poco, como el héroe quiere su destino. Viene, en consecuencia, a hacer presa en los síntomas de heroísmo atrofiado que existan en nosotros. Porque todos llevamos dentro como el muñón de un héroe.
Más una vez embarcados según el heroico rumbo, veremos que nos repercuten en lo hondo los fuertes movimientos y el ímpetu de ascensión que hinchen la tragedia. Sorprendidos hallaremos que somos capaces de vivir a una tensión formidable y que todo en torno nuestro aumenta sus proporciones, recibiendo una superior dignidad. La tragedia en el teatro nos abre los ojos para descubrir y estimar lo heroico en la realidad. Así Napoleón, que sabía algo de psicología, no quiso que durante su estancia en Frankfurt, ante aquel público de reyes vencidos, representaran comedias su compañía ambulante, y obligó a Talma a que produjera las figuras de Racine y de Corneille.
Mas en torno al héroe muñón que dentro conducimos, se agita una caterva de instintos plebeyos. En virtud de razones, sin duda suficientes, solemos abrigar una grande desconfianza hacia todo el que quiere hacer usos nuevos. No pedimos justificación al que no se afana en rebasar la línea vulgar, pero le exigimos perentoriamente al esforzado que intenta trascenderla. Pocas cosas odia tanto nuestro plebeyo interior como al ambicioso. Y el héroe, claro está que empieza por ser un ambicioso. La vulgaridad no nos irrita tanto como las pretensiones. De aquí que el héroe ande siempre a dos dedos de caer, no en la desgracia, que esto sería subir a ella, sino de caer en el ridículo. El aforismo: “de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”, formula este peligro que amenaza genuinamente al héroe. ¡Ay de él como no justifique con exuberancia de grandeza, con sobra de calidades, su pretensión de no ser como son los demás, ¡como son las cosas! El reformador, el que ensaya nuevo arte, nueva ciencia, nueva política, atraviesa, mientras vive, un medio hostil, corrosivo, que supone en él un fatuo, cuando no un mixtificador. Tiene en contra suya aquello por negar lo cual es él un héroe: la tradición, lo recibido, lo habitual, los usos de los padres, las costumbres nacionales, lo castizo, la inercia omnímoda, en fin. Todo esto, acumulado en centenario aluvión, forma una costra de siete estados a lo profundo. Y el héroe pretende que una idea, un corpúsculo menos que aéreo, súbitamente aparecido en su fantasía, haga explotar tan oneroso volumen. El instinto de inercia y de conservación no lo puede tolerar y se venga. Envía contra él al realismo y lo envuelve en una comedia.
Como el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es, tiene el personaje trágico medio cuerpo fuera de la realidad. Con tirarle de los pies y volverle a ella por completo, queda convertido en un carácter cómico. Difícilmente, a fuerza de fuerzas, se incorpora sobre la inercia real la noble ficción heroica: toda ella vive de aspiración. Su testimonio es el futuro. La vis comica se limita a acentuar la vertiente del héroe que da hacia la pura materialidad. Al través de la ficción, avanza la realidad, se impone a nuestra vista y reabsorbe el ‘rôle’ trágico[1]. El héroe hacía de éste su ser mismo, se fundía con él. La reabsorción por la realidad consiste en solidificar, materializar la intención aspirante sobre el cuerpo del héroe. De esta guisa vemos el ‘rôle’ como un disfraz ridículo, como una máscara bajo la cual se mueve una criatura vulgar.
El héroe anticipa el porvenir y a él apela. Sus ademanes tienen una significación utópica. Él no dice que sea, sino que quiere ser. Así la mujer feminista aspira a que un día las mujeres no necesiten ser mujeres feministas. Pero el cómico suplanta el ideal de las feministas por la mujer que hoy sustenta sobre su voluntad ese ideal. Congelado y retrotraído al presente lo que está hecho para vivir en una atmósfera futura, no acierta a realizar las más triviales funciones de la existencia. Y la gente ríe. Presencia la caída del pájaro ideal al volar sobre el aliento de un agua muerta. La gente ríe: por cada héroe que hiere, tritura a cien mixtificadores.
Vive, en consecuencia, la comedia sobre la tragedia, como la novela sobre la épica. Así nació históricamente en Grecia a modo de reacción contra los trágicos y los filósofos que querían introducir dioses nuevos y fabricar nuevas costumbres. En nombre de la tradición popular, de ‘nuestros padres’ y de los hábitos sacrosantos, Aristófanes produce en la escena las figuras actuales de Sócrates y Eurípides. Y lo que aquel puso en su filosofía y éste en sus versos, lo pone él en las personas de Sócrates y Eurípides.
La comedia es el género literario de los partidos conservadores.
De querer ser, a creer que se es ya, va la distancia de lo trágico a lo cómico. Este es el paso entre la sublimidad y la ridiculez. La transferencia del carácter heroico desde la voluntad a la percepción causa la involución de la tragedia, su desmoronamiento –su comedia. El espejismo aparece como tal espejismo.
Esto acontece con Don Quijote cuando, no contento con afirmar su voluntad de la aventura, se obstina en creerse aventurero. La novela inmortal está a pique de convertirse simplemente en comedia. Siempre va el canto de un duro, según hemos indicado, de la novela a la pura comedia.
La tragicomedia
El género novelesco es, sin duda, cómico. No digamos humorístico, porque bajo el manto del humorismo se esconden muchas vanidades. Por lo pronto se trata simplemente de aprovechar la significación poética que hay en la caída violenta del cuerpo trágico, vencido por la fuerza de inercia, por la realidad. Cuando se ha insistido sobre el realismo de la novela debiera haberse notado que en dicho realismo algo más que realidad se encerraba, algo que permitía a esta alcanzar un vigor de poetización que le es tan ajeno. Entonces se hubiera patentizado que no está en la realidad yacente lo poético del realismo, sino en la fuerza atractiva que ejerce sobre los aerolitos ideales.
La línea superior de la novela es una tragedia, de allí se descuelga la musa siguiendo a lo trágico en su caída. La línea trágica es inevitable, tiene que formar parte de la novela, siquiera sea como el perfil sutilísimo que la limita. Por esto yo creo que conviene atenerse al nombre buscado por Fernando de Rojas para su Celestina: tragicomedia. La novela es tragicomedia. Acaso en la Celestina hace crisis la evolución de este género, conquistando una madurez que permite en el Quijote la plena expansión.
[1] Cita Bergson un ejemplo curioso. La reina de Prusia entra en el cuarto donde está Napoleón. Llega furibunda, ululante y conminatoria. Napoleón se limita a rogarle que tome asiento. Sentada la reina, enmudece; el ‘rôle’ trágico no puede afirmarse en la postura burguesa propia de una visita y se abate sobre quien lo llevaba.
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