El tema de este ensayo se reducía a intentar una definición del espíritu revolucionario y anunciar su fenecimiento en Europa. Pero he dicho al comienzo que ese espíritu es tan sólo un estadio de la órbita que recorre todo gran ciclo histórico. Le precede un alma tradicionalista, le sigue un alma mística, más exactamente, supersticiosa. Tal vez el lector sienta alguna curiosidad por conocer qué sea esa alma supersticiosa en que desemboca el período de las revoluciones. Pero acaece que no es posible hablar sobre el asunto de otro modo que largamente. Las épocas post-revolucionarias, tras una hora muy fugaz de aparente esplendor, son tiempos de decadencia. Y las decadencias, como los nacimientos, se envuelven históricamente en la tiniebla y el silencio. La historia practica un extraño pudor que le hacer correr un velo piadoso sobre la imperfección de los comienzos y la fealdad de las declinaciones nacionales. Ello es que los hechos de la época "helenista" en Grecia, del medio y bajo Imperio en Roma, son mal conocidos por los historiadores y apenas sospechados por la generalidad de los cultos. No hay, pues, manera de poder referirse a ellos en forma de breve alusión.
Sólo a riesgo de malas interpretaciones me atrevería a satisfacer la curiosidad del lector (¿hay en nuestro país lectores curiosos?) diciendo lo siguiente:
El alma tradicionalista es un mecanismo de confianza, porque toda su actividad consiste en apoyarse sobre la sabiduría indubitada del pretérito. El alma racionalista rompe esos cimientos de confianza con el imperio de otra nueva: la fe en la energía individual, de que es la razón momento sumo. Pero el racionalismo es un ensayo excesivo, aspira a lo imposible. El propósito de suplantar la realidad con la idea es bello por lo que tiene de eléctrica ilusión, pero está condenado siempre al fracaso. Empresa tan desmedida deja tras de sí transformada la historia en un área de desilusión.
En el ocaso de las revoluciones van dejando las ideas de ser un factor histórico primario, como no lo eran tampoco en la edad tradicionalista[1].
Después de la derrota que sufre en su audaz intento idealista, el hombre queda completamente desmoralizado. Pierde toda fe espontánea, no cree en nada que sea una fuerza clara y disciplinada. Ni en la tradición ni en la razón, ni en la colectividad ni en el individuo. Sus resortes vitales se aflojan, porque, en definitiva, son las creencias que abriguemos quienes los mantienen tensos. No conserva esfuerzo suficiente para sostener una actitud digna ante el misterio de la Vida y el Universo. Física y mentalmente, degenera. En estas épocas queda agostada la cosecha humana, la nación se despuebla. No tanto por hambre, peste u otros reveses, cuanto porque disminuye el poder genésico del hombre.
Con él mengua el coraje viril. Comienza el reinado de la cobardía –un fenómeno extraño que se produce lo mismo en Grecia que en Roma, y aún no ha sido justamente subrayado. En tiempos de salud goza el hombre medio de la dosis de valor personal que basta para afrontar honestamente los casos de la vida. En estas edades de consunción, el valor se convierte en una cualidad insólita que sólo algunos poseen. La valentía se torna profesión, y sus profesionales componen la soldadesca que se alza contra todo poder público y oprime estúpidamente el resto del cuerpo social.
Esta universal cobardía germina en los más delicados e íntimos intersticios del alma. Se es cobarde para todo. El rayo y el trueno vuelven a espantar como en los tiempos más primitivos. Nadie confía de triunfar de las dificultades por medio del propio vigor. Se siente la vida como un terrible azar en que el hombre depende de voluntades misteriosas, latentes, que operan según los más pueriles caprichos. El alma envilecida no es capaz de ofrecer resistencia al destino, y busca en las prácticas supersticiosas los medios para sobornar esas voluntades ocultas. Los ritos más absurdos atraen las adhesiones de las masas. En Roma se instalan pujantes todas las monstruosas divinidades del Asia que dos siglos antes hubieran sido dignamente desdeñadas.
En suma: incapaz el espíritu de mantenerse por sí mismo en pie, busca una tabla donde salvarse del naufragio y escruta en torno, con humilde mirada de can, alguien que le ampare. El alma supersticiosa es, en efecto, el can que busca un amo. Ya nadie recuerda siquiera los gestos nobles del orgullo, y el imperativo de libertad, que resonó durante centurias, no hallaría la menor comprensión. Al contrario, el hombre siente un increíble afán de servidumbre. Quiere servir ante todo: a otro hombre, a un emperador, a un brujo, a un ídolo. Cualquier cosa, antes que sentir el terror de afrontar solitario, con el propio pecho, los embates de la existencia.
Tal vez el nombre que mejor cuadra al espíritu que se inicia tras el ocaso de las revoluciones, sea el de espíritu servil.
Comentario del transcriptor:
PENSAMIENTOS MINUTEROS III
Cada vez que les ofrezco su libertad, responden:
“No, gracias, es demasiado cara y quita demasiado tiempo a mis preocupaciones”.
Todo es como queremos que sea.
¿No te ha pasado más de una vez algo parecido?
[1] Por eso el fracaso de los movimientos de los ’60 en adelante. Mientras se presente las 13 lunas como una idea, corre el mismo destino. Los que efectivamente, aún creen en razones o son resabios del pasado “ilustrado” o profetas de una nueva razón, como dijo José Ortega y Gasset, en otro ensayo, la “Razón Vital”, de la cual, la “razón pura” no es más que una parte secundaria.
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